jueves, 7 de febrero de 2013

1910 - Frankenstein, de J. S. Dawley

La primera adaptación cinematográfica de la popular novela de Mary Shelley fue producida por Thomas Alva Edison en plena guerra de patentes por el control de la industria del cine en Estados Unidos



El éxito cosechado por Méliès a principios del siglo XX no pasó desapercibido para las despiertas mentes empresariales. Pathé, Gaumont y un tal Thomas Alva Edison se dieron cuenta de las posibilidades de este nuevo negocio, por lo que se convirtieron en los primeros competidores del genio francés en el mundo cinematográfico. En uno de los primeros actos de piratería documentados, Edison distribuyó en Estados Unidos cientos de copias de su "Viaje a la Luna" sin pasar por caja. Su mayor y más eficiente concepto de industria consiguió desbancar a Méliès, quien acabó trabajando para ellos primero y desapareciendo completamente arruinado después.

Edison, más allá del genial inventor, era un excelente empresario. Su incansable capacidad de trabajo le hacía no sólo descubrir nuevas aplicaciones prácticas para los avances técnicos, sino perfeccionar los inventos de otros y hacerlos suyos. Rodeado de ilustres colaboradores, llegó a registrar más de un millar de patentes. 

Durante los primeros años del nuevo siglo desencadenó la llamada "guerra de patentes". Edison demandaba a cualquiera que utilizase artilugios cinematográficos patentados por él, consiguiendo aglutinar en un gran Trust a la mayoría de productoras de cine del país y monopolizar la práctica totalidad de la producción cinematográfica estadounidense.



El Moderno Prometeo

En 1818, antes de que Julio Verne hubiese nacido siquiera, Mary Shelley publicaba la que por muchos es considerada como la primera novela de la ciencia ficción moderna: "Frankenstein o el Moderno Prometeo". En ella se narra la historia de un hombre que intenta utilizar los conocimientos de la ciencia para crear vida a partir de la muerte.

Casi un siglo después llegaría la primera adaptación cinematográfica de una de las historias que más veces se ha llevado a la gran pantalla, producida por Edison y dirigida por J. S. Dawley. La película se dio por perdida hasta 1997, año en el que se dio a conocer una copia que conservaba un coleccionista desde los años 50.




En apenas 14 minutos vemos cómo un joven Frankenstein se despide de sus padres para irse a la universidad. Tan sólo dos años después, el estudiante ha descubierto el misterio de la vida y de la muerte. Se dispone a llevar a cabo un fabuloso experimento, para lo cual, y tras escribirle una carta a su amada en la que le explica el proyecto y le promete matrimonio a su regreso, reúne y mezcla una serie de ingredientes en un caldero hirviendo, del que finalmente surgirá la criatura. Sin embargo, lejos del ser humano superior esperado, Frankenstein comprueba con espanto que ha creado un monstruo que, para mayor consternación, no dejará de atormentarlo. 

Frankenstein regresa a su hogar y se casa con su amada, pero el monstruo le sigue hasta en su noche de bodas, movido por la envidia y por el deseo de tener también una compañera. Tras un par de forcejeos, el monstruo parece retirarse vencido por el amor que se profesa la joven pareja. Pero entonces se ve reflejado en un espejo y su propia visión le horroriza. Desaparece entonces, convirtiéndose por un instante en el malvado reflejo de su creador.




El hombre que quiere ser dios. El desafío a la muerte. La ambición que se vuelve contra sí misma. La culpa. El lado oscuro del ser humano. Todos estos temas tan universales en el arte están presentes en la historia. En esta primera adaptación, sin embargo, se hace de forma apresurada y superficial, defecto atribuible a un lenguaje narrativo muy poco desarrollado. 


A diferencia de Méliès, J. S. Dawley no consigue expresarse a través de la cinematografía, y se ve obligado a recurrir al texto intercalado entre escenas y a la música para poder darle coherencia y legibilidad al relato. La película es una sucesión de planos fijos en los que los actores se afanan en gesticular exageradamente, impotentes ante su obligado mutismo y sin demasiados recursos visuales en los que apoyarse, en una narración sin ritmo ni dinamismo.

Tan sólo alcanzamos a destacar dos únicos efectos visuales: la creación del monstruo y la escena final (la única escena reseñable de la cinta) en la que, con el monstruo convertido en el reflejo del propio Frankenstein, se consigue simbolizar el lado perverso que reside en el interior de nosotros mismos. Un espejo del que apartar la mirada, horrorizados por la visión de nuestra propia imagen deformada.



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